"un ca-fe
con dios"
Rvdo. José L. Báez báez
Para llegar hay que detenerse Aquel hombre, el Samaritano, iba de viaje. Seguro que no se dirigía al templo de Jerusalén. Aquél no era su templo. En el camino se desvió del itinerario programado para acercarse a un pobre desgraciado arrojado en la cuneta. Y así, sin darse cuenta, se allegó a Dios al aproximarse al hombre. Encontró al Dios invisible, hecho visible, al alcance de la mano, en la persona del extraño, del herido, de la víctima. «Vio» a Dios al ver al pobre y sentir compasión de él. En cambio, el sacerdote y el levita siguieron sin inmutarse su itinerario religioso, pensado que la presencia de Dios se reducía exclusivamente al área del templo. No comprendieron que no existe un camino directo para llegar a Dios, que sólo se llega a Dios dando un rodeo a través del prójimo. Y es que es indudable que para llegar a Dios hay que detenerse junto al hombre (no importa quién sea) que reclama atención, respeto a su dignidad y la parte de amor que le corresponde. Sólo la humanidad, el estremecimiento de las entrañas, la punzada sentida en el corazón, es «síntoma» inequívoco de lo divino. Tenemos que dejar que el Samaritano, propuesto como guía y ejemplo por el propio Jesús, nos acompañe en nuestra peregrinación al santuario del hombre. Una peregrinación que implica, literalmente, salir fuera del campo, de la ciudad, del recinto de los hábitos devocionales. Con las prácticas religiosas corremos el riesgo de ser sólo «buenos cristianos». Con la práctica de la misericordia, con los ritos de la ternura y de la compasión, tenemos la posibilidad de hacernos «cristianos buenos», que es lo más útil para todos. La indulgencia más preciosa es la que nos concede Cristo si logramos «hacernos prójimos» suyos cuando se presenta ante nosotros en las personas de innumerables infelices.
Imitadores y predicadores Ciertamente esta parábola es uno de los pasajes más comentados de todo el Evangelio. Ha tenido el honor de ser interpretada por exegetas ilustres y plumas célebres. Más, por suerte, las interpretaciones no se han limitado a las páginas de los libros, sino que han pasado, la mayoría de las veces silenciosamente, al escenario de la vida ordinaria. Es más, me atrevería a decir que el Samaritano, introducido en la historia o en la crónica ordinaria, rescata al «buen Samaritano» acogido, con todos los honores, en la literatura. Y rescata también al «buen Samaritano» propuesto como personaje banalmente «edificante» por muchos predicadores, utilizado como soporte, no del verdadero amor, sino de la limosna y la beneficencia o de una genérica filantropía. El experto «Se levantó un doctor de la Ley y dijo, para ponerle a prueba...». La vieja religión habla por boca de este superexperto. La vieja teología esboza la enésima discusión en el plano teórico. Pero Jesús no se deja entrampar en la disputa académica. Se aleja del pantano de la casuística. Evita la tela de araña de las precisiones, de las doctas disquisiciones. No acepta el juego de palabras. Reconduce el problema al ámbito de la vida. No presenta una tesis, sino un hecho concreto. Y fuerza al interlocutor a considerar las acciones. Le obliga, no a elegir una teoría, sino una actitud práctica. Al final no le pregunta: «¿Has comprendido bien?». Ni le recomienda: «¡Trata de no olvidar esta lección!». Le impone sin más: «Vete y haz tú lo mismo». El escriba se había acercado para discutir, disputar, argumentar. Y se va con un deber preciso que cumplir. La vieja cultura religiosa pretendía hablar. Jesús le pone la mordaza. Mas, por otro lado, le fuerza a mover las piernas, no la lengua. Y a poner en funcionamiento el corazón. El experto, en la nueva religión, ya no es «el que sabe», sino «el que hace». El gesto acertado «¿Y quién es mi prójimo?». El doctor de la Ley quiere tener la ficha, la lista detallada de las personas a las que hay que considerar como «prójimos». Una especie de directorio de los pobres, de las familias necesitadas. La dirección «segura» de los individuos a los que se puede abrir, sin correr demasiados riesgos, el propio corazón. Jesús invierte la pregunta: «¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?». No quiere precisar quién es el prójimo como sujeto paciente. Por el contrario, descubre quién es el prójimo como sujeto de la acción. No el prójimo como objeto, sino como sujeto del amor. Cristo desplaza el centro de interés. El doctor de la Ley se pone en el centro, sobre el pedestal, y coloca a los demás a su alrededor: «¿Quién es mi prójimo?». El Maestro explica que este centro no es el yo, sino cualquier persona que se encuentre en mi camino y tenga necesidad de ayuda, de comprensión, de amor. El problema fundamental del cristiano no es conocer quién es su prójimo, es decir, la categoría de personas que le permiten ejercitar la caridad con el menor costo posible. El problema esencial es «hacerse prójimo», desplazando el centro de interés del yo a los otros. El Samaritano supo ponerse en la perspectiva acertada, es decir, de parte del otro. No se trata, pues, de saber a quién debo amar, sino de darme cuenta de que todos tienen derecho a mi amor. Tengo que acercarme, allegarme, hacerme «próximo» a todos, especialmente a los que están más lejos. Sólo así, aproximándome, anulando las distancias, podré escuchar sus gemidos, oír su grito silencioso, descubrir sus sufrimientos, o al menos intuirlos, percibir sus llamadas de amor, aunque no hayan sido expresadas. Siempre es muy fácil establecer distancias inmensas en nuestro camino. Gente antipática, fastidiosa, necia, importuna, vulgar, exasperante... Y pasamos a su lado, nos rozamos con ellas, convencidos de que sus problemas y sus angustias no tienen nada que ver con nosotros. Un censo del prójimo sólo serviría para aumentar las distancias, para multiplicar a los excluidos de mi amor. En cambio, basta con adivinar el gesto acertado, el del Samaritano, precisamente. Entonces la pregunta «¿quién es mi prójimo?» ya no tiene sentido. Ya la he resuelto anulando la distancia, haciéndome prójimo. Veintisiete kilómetros son suficientes para dividir a los hombres «Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó...». Veintisiete kilómetros de un camino de bajada continua que, partiendo desde una altitud de casi ochocientos metros sobre el nivel del mar y zigzagueando a través del desierto, llega a Jericó, la ciudad de las rosas, que se encuentra a trescientos metros sobre el nivel del mar. Un escenario pavoroso, alucinante. Un ambiente propicio para encuentros nada agradables. Era llamado, de manera siniestra y alusiva, «el camino de la sangre». Veintisiete kilómetros. Y bastan para dividir a los hombres en dos categorías. Los que siguen adelante sin detenerse y los que se detienen. ¿de cual de esos hombres eres? Los que «van por su camino» y los que se ocupan de los demás. Los que muestran el salvoconducto con el sello donde está escrito «no es asunto mío» y los que se sienten responsables de todo y de todos. Los que no quieren que les molesten y los que se hacen presentes en el dolor que hay en el mundo. Los que no hacen mal a nadie y los que saben inclinarse sobre todas las necesidades. Los que tienen que ocuparse de «cosas importantes», de «asuntos urgentes», y los que se ocupan del sufrimiento de los otros. Veintisiete kilómetros vigilados por la mirada de Dios. De hecho, hay que observar esta parábola desde la misma perspectiva que la del fariseo y el publicano (Lucas 18,9-14). Aquí, en el templo, hay dos hombres que oran, y Dios que observa. Allí, en las curvas de aquel camino infame, hay un hombre medio muerto, algunos individuos que se acercan, y Dios que observa y lo «fotografía» todo. Puedo engañarme pensando que paso de largo, que nadie me ve. Aquel pobre desdichado, que siente cómo se le va la vida, ya ni siquiera puede abrir los ojos. No hay, pues, ningún testigo de mi cobardía. Todo lo contrario: alguien me espía. Dios me observa cuando estoy en la iglesia. Y me observa cuando voy de camino. Para Él también el camino es importante. Como la Iglesia. Camino e Iglesia son el lugar del encuentro. Veintisiete kilómetros pueden representar mi salvación o mi condena. Veintisiete kilómetros, y también menos. Puede bastar un pasillo, unos pocos metros, una ventanilla, un escritorio... Es suficiente el hecho de que haya un hombre que tiene necesidad de mí: ése es mi camino que baja de Jerusalén a Jericó. Donde, si pierdo tiempo, gano la eternidad. Mi salvación coincide con la salvación del otro. El papel «Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos salteadores que, después de despojarlo y darle una paliza, se fueron, dejándolo medio muerto». Nos cuesta poco salir del apuro. Decimos, para tranquilizarnos, que es sólo una parábola, un hecho imaginario, un cuento. Pero esta vez el Señor no tuvo necesidad de que su imaginación trabajara mucho. Se limitó a echar un vistazo a la crónica. Tenía material más que suficiente para construir su parábola, pieza a pieza, con hechos reales, con personajes perfectamente identificables. No hay un solo hombre medio muerto. Tampoco hay una sola banda de salteadores. Ni un solo sacerdote, ni un solo levita ni, afortunadamente, un único Samaritano. La parábola es interpretada en la realidad por millones de salteadores y ladrones, de sacerdotes y acólitos y esperémoslo- de Samaritanos. Todos desempeñan su papel. En la realidad, en el escenario de la vida. Unos cometen maldades, otros cargan con el peso de las consecuencias, otros pasan de largo y otros «pagan» por todos. Y Cristo conoce el nombre y los apellidos de cada actor. Está informado sobre el comportamiento de los millones de personajes. ¿Cuál es, pues, mi papel? No hay ningún director que me lo asigne. Yo mismo lo elijo. Jesús se limita a contar, a referir lo que ve. Mas yo soy el que «hago» la parábola. Y cuando Jesús dice: «salteadores», «sacerdote», «levita», «Samaritano», oigo que me llama por mi nombre. Mi nombre está escrito en el Evangelio, mi acción está consignada en el Evangelio, en el capítulo 10 de Lucas... Culpable de tener razón «Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verlo, se desvió y pasó de largo. De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio, al verlo, se desvió y pasó de largo...». Por suerte, todos los caminos tienen dos lados. Y siempre hay «otro lado» a disposición, para desviarse cuando uno no quiere quemarse la mirada ante una realidad demasiado incómoda y quiere tener la conciencia tranquila. No obstante, para un cristiano el problema está en verificar «el otro lado» es el acertado. En realidad, la parte más cómoda puede resultar la parte equivocada. De todos modos, es la que eligieron el sacerdote y el levita: se desviaron «hacia el otro lado» y siguieron adelante impertérritos. Dan ganas de echar a correr detrás de ellos, tirarles de la manga y preguntarles: - ¿Por qué no os habéis detenido? ¿Es que no habéis visto a aquel pobre desgraciado? Sí, claro que lo han visto. Pero tenían sólidas razones para no detenerse. En primer lugar, quizás, una preocupación de tipo ritual. El contacto con un cadáver (o alguien que pudiera estar a punto de serlo) mancha, hace «impuros» y, por tanto, incapacita para el servicio en el templo. Y luego, además de la «pureza» que deben guardar, tienen también un horario que respetar. Un reglamento que observar. Cosas importantes de las que preocuparse. Tienen prisa, no pueden perder tiempo. El alto en el camino no está previsto en su orden del día litúrgico. Tal vez hayan decidido dirigirse a las autoridades competentes para elevar una «enérgica protesta» por la inseguridad de aquel camino infestado de ladrones y salteadores. ...Y, mientras tanto, aquel desdichado corre el riesgo de morir. También nosotros tenemos siempre a disposición sólidas razones para sustraernos a los compromisos del amor. La sangre mancha. No quiero buscarme problemas. No tengo nada que ver en este asunto tan feo, de aspecto inquietante. Tengo que ocuparme de mis cosas. Ni siquiera sé quién es aquel individuo. Que lo resuelvan las autoridades competentes... Pero mil «sólidas razones», ante Dios, equivalen a estar equivocado. Y el camino continúa siendo maldito. No por la presencia de los bandidos, sino por la ausencia del amor. Por el «pasar de largo» del sacerdote y del levita, y de quienes se parecen a ellos. Culpables de haber hecho callar al corazón. Con «sólidas razones». No son los salteadores los que hacen terrible el camino. Es la indiferencia, la despreocupación de los buenos. Lo que no nos esperábamos «Pero un samañtano que iba de viaje, al llegar junto a él y verlo, tuvo compasión. Acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; luego lo montó sobre su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y cuidó de él...». Al llegar a este punto en el desarrollo de la historia, era de esperar, lógicamente, que entrara en acción, después del sacerdote y el levita, el laico judío. En cambio, Jesús, con uno de sus desconcertantes golpes de efecto, presenta a un tipo poco recomendable, un cismático, un individuo con el que un piadoso israelita no habría querido nunca tener nada que ver. El, el Samaritano, el renegado, el excomulgado, supo inventar inmediatamente el gesto exacto. Vio al herido y no dudó en pasar al lado acertado del camino: donde se encontraba el obstáculo, el impedimento imprevisto. ¿Un desconocido? Pero a él no le interesaba averiguar su identidad. Le bastaba con saber que se trataba de un hombre. Éste era para él un motivo más que suficiente para detenerse, acercarse, perder tiempo, renunciar a sus programas de viaje y vaciar su cartera. Simplemente, dejó que el corazón hablara. Y esto le sugirió el comportamiento acertado. El sacerdote y el levita, en el templo, realizaban todas las ceremonias de manera exacta, irreprensible, según las rúbricas. Pero hay que poner en duda que encontrasen a Dios, o que Dios se dejara encontrar por ellos. El Samaritano, ignorante y despreciado, encontró a Dios en una curva del camino. No faltó a la cita decisiva. «Lo llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al posadero, diciendo: "Cuida de él, y lo que gastes de más te lo pagaré a mi vuelta "...». Por dos veces aparece la expresión «cuidar». Primero, el Samaritano cuida personalmente del herido. Después se lo confía al posadero, pidiéndole con insistencia que lo cuide. Puede parecer, en este segundo caso, una delegación, una declinación de responsabilidad. En realidad, el Samaritano se muestra dispuesto a pagar personalmente {«sacó dos denarios... "lo que gastes de más te lo pagaré "»). El amor no abandona nunca al hombre a sí mismo. La caridad exige continuidad, fidelidad. Hay una caridad que procede de forma impulsiva, con llamaradas imprevistas, con toda una serie de fulguraciones, seguida de preocupantes capitulaciones y agotamientos igualmente repentinos. En la práctica de la caridad de ciertas personas hay mucho entusiasmo epidérmico, mucha veleidad, incluso mucha búsqueda de lo sensacionalista. Exaltaciones un tanto sospechosas, seguidas de inevitables desencantos. Gestos quizá espectaculares en una sola ocasión, y después falta de iniciativa cuando se trata de asegurar un servicio continuado. Parece que muchos quieren coleccionar emociones, más que asumir un compromiso caracterizado por la continuidad. Son demasiados los que pretenden recibir gratificaciones personales más que desembolsar los «dos denarios» (y el resto después), como hizo el Samaritano. « Vete y haz tú lo mismo...». Tratándose de amor, es significativo que Cristo use dos verbos que indican, respectivamente, movimiento {«vete») y acción {«haz»). «Ir» y «hacer»: he aquí dos verbos que están ausentes muchas veces del vocabulario del intelectual. El escriba, que había preguntado a Jesús, tan sólo demuestra que quiere «saber». Al final se encuentra con algo que «hacer». Y, por si tiene alguna dificultad, se le ofrece también un ejemplo, un modelo en el que inspirarse: no es un intelectual, sino una persona que, aun sin tener unas ideas perfectamente ortodoxas en lo referente a la religión, en el terreno de la práctica tenía algo que enseñar también a los intelectuales, a quienes les resulta difícil inclinarse... Jesús se muestra impaciente por empujar a los «conocedores» de la Ley hacia la «praxis» en el terreno concreto de la caridad, la única que asegura la plena comprensión de su palabra. La sonrisa de Jesús De vez en cuando se retoma la pregunta de si Jesús se rió, o al menos sonrió, alguna vez. El Evangelio no nos facilita informaciones al respecto, al menos de manera explícita. Pero, para quien sabe leer entre líneas, la sonrisa de Jesús aparece más de una vez. Como en este caso. El Maestro sabe que un judío no pronuncia de buena gana la palabra «Samaritano». Ésta es, justamente, la persona innombrable. El Samaritano es un renegado, y por ello quien pronuncia su nombre se ensucia la boca. Peor que una blasfemia. Ahora bien, Jesús, al término de la parábola, invirtiendo provocativa y -diría yo- maliciosamente la pregunta inicial del escriba («¿Quién es mi prójimo?» se convierte en «¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?»), quiere obligar al escriba a decir: «el Samaritano». Pero el doctor de la Ley no está en modo alguno dispuesto a pronunciar el nombre del enemigo aborrecido. Se las arregla con un giro de palabras: «El que tuvo compasión de él...». En este momento, casi con toda seguridad, en el rostro de Jesús debió de aparecer una sonrisa. Aunque no consigue hacer que el doctor de la Ley pronuncie aquel nombre, el Maestro está íntimamente satisfecho: ha dado igualmente en el blanco; la lección, aunque decididamente indigesta, ha sido engullida.
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AutorPastor José Báez Báez Categorías
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September 2017
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